General Javier Flórez y su esposa Sandra Inés Henao de Flórez. |
Si alguien me hubiera dicho, que creer
en La Paz era tan difícil, nunca lo hubiera creído.
Cuando estuve en la guerra, porque lo
estuve. En la guerra pura, era fácil. Pensar que era el único camino posible.
Vivir con miedo. Temer por la vida.
Temer. Odiar.
Estar, tal vez, dispuesta a disparar un
arma. Por defender, no tanto mi vida, sino la de mis hijos.
Era como estar dispuesta a amputar
partes de mis dedos, porque no había otra opción.
Luchar por defender el hecho de que las
armas disparadas tenían una justificación, porque así crecí. Porque la lucha
era la solución.
Aunque vivía en velorios y en
entierros. Aunque abracé tantas viudas y huérfanos. Y familias de secuestrados.
Y amputados que partían mi corazón en mil pedazos.
Acompañaba a mi héroe en sus batallas.
Lloraba con las madres, desmadradas.
Porque no hay nombre para las mujeres que entierran a sus hijos.
Aunque vi en muchas paradas militares,
entregar una bandera de honor. Muy merecida. Pero que no ahoga la verdad de
haber entregado un hijo, por la guerra.
Y siempre decía: Dios mío, yo no quiero
recibir esa bandera. ¡Le rogué tanto a Dios, por morir al lado de mi esposo!
Pero de viejos.
Cultivando, viajando. No por una bala.
Un día, él volvió y pensé, los héroes
vuelven al hogar.
Feliz creí que ya acababa la pesadilla
y podría esconderme con él en un lugar remoto a olvidar. A sanar.
Pero no fue así.
Una nueva misión nos dieron Dios y el
Presidente de Colombia. ¡Luchar por la paz!
Hacer historia, tratar de reconciliar a
mi pueblo colombiano.
Tratar de devolverle a Colombia los
hermosos parajes que conocí y amé en la guerra.
Parajes que quería mostrarles a mis
nietos algún día.
Sin recorrerlos, como lo hicimos con
nuestros hijos, heroicamente por acompañar a nuestro héroe.
Este Gobierno me enseñó, nos enseñó,
nos dio la oportunidad de pensar que había otra manera de vivir.
Y mi esposo, el más grande guerrero,
comprendió, que era posible hablar y llegar a acuerdos, sin disparar, sin
derramar sangre.
Desarmando el espíritu y hablando con
su enemigo eterno.
Y lo hizo.
Fue muy difícil hasta para nosotros
entenderlo. Pero poco a poco, fuimos viendo que ese milagro era posible.
Lo comprendí cuando en enero de este
año pregunté en el Hospital Militar cuántos heridos en combate teníamos ese
mes.
Y me dijeron, ¡cero! Cero.
Tuve que sentarme y llorar. Lloré,
porque durante 15 años de mi vida trabajando con los hijos de mi corazón, los
heridos en combate.
No habíamos recibido ni un herido.
Quería contarle al mundo. A quienes
nunca han abrazado a un ser humano destrozado oliendo a sangre.
A quienes nunca han ido a un entierro
de mis soldados, policías e infantes. Quería gritar. Esto es un milagro.
Ahí,
ese día, vencí mi temor de cambiar mis creencias. Vencí la historia de 50 años
de mi vida de guerra.
Y
decidí perdonar.
Eso,
solo eso, valía la pena.
Pedí
perdón por haber creído, alguna vez e ingenuamente, que el único camino era el
de la guerra.
Desarmé mi espíritu. Desarmé mi alma.
Y decidí creer. Creer. Creer.
Pero nos han tratado tan mal a veces.
Ahora “somos los vendidos”, porque no
queremos más guerra.
Porque entendimos que hablando,
perdonando, acordando, le dábamos una oportunidad a nuestro país.
No ha sido y no será fácil.
No está inventada la Paz en Colombia.
Porque nunca estas generaciones hemos
vivido la PAZ. Tendremos que aprender, sacrificar.
Acá no existen egos individuales. Acá
debe primar el bien común.
Nunca nadie estuvo conmigo en mis
noches en vela, cuando en la soledad lejana de parajes remotos de esta tierra,
abrazaba a mis hijos y les repetía, que el papá lucha la por la Patria.
Nadie
lo reemplazó durante la primera comunión de mis hijos.
Nadie
lo reemplazó en muchas navidades.
Nadie me abrazó cuando había combates
y llegaban los muertos y heridos y yo rezaba para que no fuera el mío.
Yo decidí acompañarlo en la guerra. Me
costó muy caro. Pagué mil noches de soledad. De miedo. De preguntarme si eso merecían
mis hijos.
Hoy decido acompañarlo en esta lucha
por la Paz. Hoy, de nuevo, nadie de afuera me acompaña en mis noches en vela.
Sólo mis hijos.
Nadie
me abraza cuando me dicen cosas horribles.
Sólo mis hijos.
Porque ellos le regalaron a Colombia,
a su padre para la guerra, y hoy se lo regalan por la paz.
Hemos derramado lágrimas de sangre.
¿Quién diría que creer en la paz, costara tanto?
Yo decidí, Javier, acompañarte desde
el día que aceptaste este reto y hoy con orgullo te digo que la misión que te
encargaron la cumpliste.
Estoy orgullosa de mi héroe. Ser la
copiloto de esta misión, ha sido, lo más difícil de mi vida.
Primero Dios, la Virgen y mis ángeles,
que me dieron el valor y la inteligencia para criar a mis hijos tan bien,
siendo casi una madre cabeza de familia, por ser tu esposa.
Acá estoy a tu lado olvidando el
pasado, luchando este presente tan difícil.
Para decirle a mis nietos: estén
orgullosos por llevar ese apellido.
El general Flórez ha hecho todo, con
honorabilidad, sinceridad e institucionalmente.
Como un soldado de la patria,
entregando su vida por Colombia.
Sigo sacrificando la poca juventud que
aún me queda. Por mi patria.
Envejeceré contigo.
Ya no podremos hacer muchas cosas, que
sólo nos hubiese regalado la juventud.
Pero tomada de tu mano, miraré al
horizonte y diré, gracias Dios mío.
Porque fuimos parte de algo
maravilloso. ¡Un milagro!
Comenzar el camino hacia la Paz de mi
Colombia amada.
He
estado siempre sola por la guerra. Siempre sola por la Paz.
Pero la más creyente en esta
esperanza. Por mis nietos.
¡Misión cumplida!
Te respaldo y te respeto inmensamente,
por tener esa inmensa capacidad de reconciliar tu alma, tus convicciones, por
la paz de nuestro pueblo colombiano.
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