“Si dos personas pueden
hacerse sonreír, alegrarse la una a la otra, y hacerse olvidar por un momento
de todo el dolor y la oscuridad que hay en el mundo, ¿por qué deberíamos sentir
vergüenza de ello?”
Leah Raeder
El día de hoy es un día de festejo y celebración para la diversidad
sexual, pues se cumplen 28 años desde que la Organización Mundial de la Salud,
eliminó la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales; sin embargo, detrás
de este logro de feministas y/o activistas de los derechos humanos se encuentra
una lucha histórica contra el odio y la intolerancia que aún no tiene fin.
Esta gran problemática a la que nos enfrentamos, busca limitar el
desarrollo de la libre personalidad, encasillando a las personas en un género
binario y heteronormado, negándose a aceptar la diversidad como parte inherente
de la humanidad.
Históricamente, desde la religión, se nos asigna la etiqueta de
pecadores, la medicina nos ha juzgado locos y la misma diosa Themis ha llegado
a considerar un crimen el amar a alguien de nuestro mismo sexo.
Pues, aunque parezca increíble, en el aclamado Siglo XXI, aún hay
fanáticos religiosos para quienes es más natural fomentar el rechazo que
promover el amor; el manual de psiquiatría continua estigmatizando a las
personas transexuales bajo el trastorno de “disforia de género”; y, en más de
setenta países tener una orientación sexual diversa a la considerada como
“normal” es un delito, en algunos sancionado con cadena perpetua y en ocho de
ellos con pena de muerte.
Acotando esta realidad a México y Colombia, todavía existe una
resistencia generalizada para vivir y dejar vivir. Lo podemos ver en la
oposición al matrimonio entre personas del mismo sexo y la adopción
homoparental, pues los avances que se han obtenido han sido producto de la
presión de personas valientes que han alzado la voz, exponiendo o perdiendo su
vida en la búsqueda de la reivindicación de derechos de la diversidad sexual,
pero aún queda un largo camino por recorrer.
Este horizonte que parece no tener fin, lo confirmamos diariamente en
nuestro andar lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, travestis,
transgéneros, intersexuales, queer, asexuales y toda la diversidad de
clasificaciones que es necesario nombrar, no solamente por la deuda histórica
que el mundo tiene con nuestra comunidad, sino, también por la búsqueda de
visibilización y la necesidad de aclarar que la heterosexualidad no es la
supremacía de la diversidad sexual.
Vivimos discriminación en la falta de comprensión de nuestra familia al
saber que somos diferentes y no cumpliremos con sus expectativas; en las burlas
y murmullos de compañeros de escuela o trabajo; en las miradas de odio de un
desconocido por nuestra apariencia, la forma de hablar, vestir o caminar; en la
represión de muestras de afecto en lugares públicos; cuando se nos niega el
acceso a un servicio o la posibilidad de un empleo; en las expresiones bien
intencionadas de amigas o amigos heterosexuales que consideran un desperdicio a
las personas homosexuales; y en general, en todas aquellas ideas o afirmaciones
sucesivas a un “pero…” cuando de
nuestros derechos se trata.
Con todo esto, ¿no es comprensible que la principal lucha que
enfrentemos sea la interna? Considero que sí, y no es porque tengamos problemas
psicológicos o existenciales, sino por todos los prejuicios, roles y
estereotipos que nos han inculcado a través de una educación machista, y que
tanto cuestan desaprender.
Resulta irónico que, en una fecha de festejo, sean más las quejas que
los motivos de alegrías, y tal vez en este punto ya me vean como un individuo
acostumbrado a ver el vaso medio vacío, en lugar de verlo medio lleno; pero no
puedo alegrarme porque sea ilegal que me maten por ser gay o porque no me den
electrochoques tratando de curarme; pues elegir ser yo mismo y decidir a quién
amar, no es un permiso que alguien me tenga que otorgar.
No pretendo negar que hemos avanzado en cuestión de derechos, pero son
derechos humanos por los que, para comenzar, no deberíamos enfrentar la
necesidad de luchar para que se nos reconozcan.
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