“¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”[1] Gritó la muchedumbre cuando Poncio Pilatos preguntó a quién liberar. La multitud enardecida pidió libertad para Barrabás y condena a muerte para Jesús. Eso nos cuenta la historia cristiana, relatada por testigos de la época y condensada en La Biblia.
Igual que hace 1.984 años, cuando Jesús contaba con 33 años
de edad, hoy muchas personas se inspiran más en el odio y en el rencor que en
la posibilidad de amar, de practicar solidaridad, de ser justos, de ser
tolerantes e incluyentes, de perdonar… Pronunciando palabras diferentes claman ‘crucifícale’
cuando están en desacuerdo con algunas propuestas de paz. Por supuesto, se
trata de personajes odiados son muy diferentes al hombre que murió en la cruz.
Pareciera que el amor, base esencial de la cultura judeo-cristiano,
es difícil de promocionar más allá de la retórica de los discursos y sermones.
La práctica de las enseñanzas de quien murió en la cruz no ha sido socialmente interiorizada
en nuestra Patria. Nuestro himno,[2]
del que tanto nos enorgullecemos, proclama que ya “¡Cesó la horrible
noche!” y que “La humanidad entera,/ que entre cadenas gime,/ Comprende
las palabras/ del que murió en la cruz”. Por supuesto, el himno
no aclara a qué palabras de Jesús hace referencia, pero presumimos –por el
contexto– que se refería a la prédica del amor. Parecería que se trata de una
misión imposible de lograr.
Nuestra Nación ha perdonado
los excesos de quienes han ejercido el poder y de quienes pretendían ejercerlo.
Desde las épocas en la que los españoles sometieron a los pueblos indígenas suramericanos
que encontraban a su paso en la búsqueda del Dorado. Nuestra Nación ha perdonado
a quienes sometieron en esclavitud a hombres y mujeres afro.
Nuestra Nación ha
perdonado a quienes, desde los partidos políticos, llevaron el país a muertes
indiscriminadas y excesos en la imposición de sus criterios. Nuestra Nación ha
perdonado las traiciones que llevaron a este país, desde mediados de la década
de los años 60, a un desangre colectivo.
Gracias a la capacidad de
soñar con un país mejor, nuestra Nación ha aceptado con esperanza los hechos y resultados
de diversos procesos que permitieron amnistiar o indultar a los connacionales alzados
en armas, ya fuesen liberales, conservadores, del Ejército Popular de
Liberación (EPL), del Movimiento 19 de abril (M-19), del Frente Quintín Lame, del comando Ernesto Rojas, del Frente
Francisco Garnica, del Partido
Revolucionario de los Trabajadores (PRT), de la Corriente de Renovación Socialista (CRS), de las Autodefensa
Unidas de Colombia (AUC) o de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc)…
Ya fuese la amnistía ofrecida en 1954 por el general Gustavo Rojas Pinilla a los integrantes de las guerrillas liberales, entre quienes
se encontraba Guadalupe Salcedo, asesinado en 1957, años después de haber sido
firmada la paz. El indulto también beneficiaba a los miembros de grupos insurgentes
conservadores y de autodefensas, e integrantes de la Fuerza Pública.[3]
O la amnistía ofrecida por Belisario
Betancur; o el indulto otorgado por Virgilio Barco Vargas en 1990 que permitió la
desmovilización de ese grupo subversivo y su participación en el escenario
político.
En todos esos casos hubo quienes no se
acogieron a los beneficios ofrecidos por los Gobiernos de turno. Es decir, hubo
disidentes del EPL, del Quintín Lame, del M-19, de las AUC y, por supuesto,
también los hay de las Farc.
Nuestra Nación presenció la conformación de la
Unión Patriótica –en la década de los años 90– y el homicidio de muchos de sus
integrantes, antiguos combatientes de las Farc que habían ‘apostado’ por la participación
en política. Pero no olvida ni puede olvidar que ello ocurrió. Y hoy presencia algo
impávida las muertes de líderes y lideresas sociales, y de otros ex
combatientes que recién habían aceptado acogerse a los beneficios de la paz firmada.
De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, desde el primero de enero de 2016
hasta el cinco de julio de 2017 se habían presentado 186 homicidios
y “más de 500 amenazas a líderes sociales, sobre todo en las zonas donde estaban las
Farc”.
Soy Católica, aun cuando no
muy practicante. No asisto regularmente a Misa, ni me se de memoria las
oraciones que recitan en la Iglesia cada domingo. Pero creo que la enseñanza
del amor es clave en la reconstrucción del tejido social para que no nos “dejemos
robar la esperanza”, como dijera el Papa Francisco durante su reciente visita a
Bogotá DC. Creo en las palabras: “Sobre todo, ámense los unos a los otros profundamente,
porque el amor cubre multitud de pecados”.[4] Creo,
igual que está consignado en las páginas sagradas, que si alguien afirmase: “Yo amo a Dios’, pero odia a su hermano, es un mentiroso; pues el
que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha
visto”.[5]
Amar y lo que ello implica
no debería ser difícil tarea. Pero lo ha sido.
Llega un momento en el que
debemos decidir. Decidir a qué sueño dedicaremos nuestras expectativas y
nuestro esfuerzo. Decidir qué queremos y cómo queremos lograrlo.
Para avanzar, sólo tenemos
que analizar el entorno, escuchar propuestas, leer discursos, evaluar impactos
y decidir. No es fácil, nadie dice que lo sea, pero no podemos ni debemos
permanecer indiferentes ante el futuro del país.
Debemos mirarnos en el
espejo de nuestros prejuicios e indolencia, de nuestras limitaciones y egoísmos,
de nuestras carencias. También debemos reconocernos en el espejo de nuestros
sueños, anhelos y ambiciones.
Reconocemos –pero no
justificamos– la existencia de sectores que detestan a quien milita en la
izquierda porque “son comunistas”; a sectores de izquierda que aborrecen a
quien profesa ideas conservadoras porque son ‘retrógrados’; a militantes
sociales que ‘odian’ a todo aquel que viste uniforme de la Patria. Pero me
consta que muchos –muchísimos– hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas son seres
sensibles, tolerantes y respetuosos de los derechos humanos. Como también hay
seres maravillosos en diversos sectores de izquierda y de derecha.
Sabemos que las violencias
por discriminación son variadas. Hay quienes detestan a miembros de la
comunidad LGTBI sólo por su identidad sexual, hay quienes atentan contra las
comunidades indígenas, hay quienes abusan de mujeres, de niños y niñas, hay
quienes vulneran a miembros de las razas negras, cimarronas, palenqueras y afros
por el color de su piel.
Hay quienes atacan a los
periodistas porque “son vendidos o arrodillados”, a los políticos porque “son
corruptos”, a los sacerdotes y pastores porque hubo alguien que cometió abusos.
Sin embargo, toda
generalización es peligrosa porque incita al odio y al resentimiento. Precisamente,
la intolerancia llevó con lesiones a Medicina Legal a 81.500 personas el año pasado.
Hoy, una vez más, es imperativo que como sociedad logremos
un acuerdo. Un acuerdo sobre lo fundamental –como proponía Álvaro Gómez
Hurtado– que nos permita reinventarnos, aprender a convivir en paz, superar las dificultades y transitar la convivencia
pacífica respetando las diferencias que nos individualiza.
Urge, como lo he expresado en
múltiples ocasiones, que el primer paso fruto del consenso sea fortalecer
principios y valores en los que hallemos la senda idónea hacia el país que
soñamos. Un país en paz, incluyente, tolerante y respetuoso de las diferencias.
No es fácil la tarea, pero tampoco es imposible. Sólo tenemos que desarmar la palabra y acorazar nuestros corazones en esa búsqueda, para que no haya más voces que pidan ‘crucificar’ a un connacional por sus ideas, por sus creencias, por su orientación sexual, por su pertenencia a una etnia indígena o por el color de su piel.
[1] Citado
en Marcos 15:14-15, Sagrada Biblia.[2] Himno Nacional de
Colombia. Creado en 1887.
Oficializado mediante la Ley 33 del 18 de octubre de 1920.
Fuente: wsp.presidencia.gov.co/asiescolombia/himno_historia.html
[3] Decreto 2062 del 8 de julio de 1954. Fuente: es.wikipedia.org/wiki/Guadalupe_Salcedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario