Las conversaciones sobre el acoso
callejero con mis amigos fueron las que empezaron a despertar la feminista que
en ese entonces llevaba escondida dentro. En un país donde las mujeres
sienten un peligro latente al caminar solas y donde una falda de colegio
representa el mayor blanco de miradas asquerosas y piropos indecentes, uno
esperaría posiciones claras frente al tema. Sin embargo, me encontraba en esa
época y me sigo encontrando, argumentos que apuntan a una difusa zona gris que
al final terminaba justificando el acoso. Yo por el contrario siempre me he
parado en el extremo más radical del espectro, el acoso callejero no es
aceptable nunca.
Hagan la prueba, hablen del tema y
verán lo rápido que aparece ese fastidioso “depende” que usamos cuando no
queremos que nos que nos tilden de radicales. Que depende del piropo, que no es
tan grave si es un simple buen día muy amable, que se puede permitir si el
piropo no es vulgar sino chistoso, que depende del tipo, etc.
La verdad es que el acoso es la punta
del iceberg de la cultura patriarcal y es una de las expresiones más
socialmente aceptadas del machismo. Por un lado, demuestra que los hombres aún
se sienten con el derecho divino de opinar sobre el cuerpo ajeno como si este
fuera un bien público, se sienten respaldados socialmente para gritar esas
opiniones en las calles, creen que pueden mirarlo y en muchos casos tocarlo,
sin el más mínimo decoro.
Por otro lado, demuestra la
perversión que está detrás de la construcción tradicional de la
feminidad, porque implica sumisión, implica pensar primero en los sentimientos
de los demás que en los propios, e implica que generar deseo y ser atractiva es
una obligación y por ende, se debe agradecer la mirada masculina. Hagamos
hincapié en esta idea, ¿qué siente o piensa una mujer cuando es acosada? En
muchos casos, siente que es su culpa o que ella misma lo provocó. ¿Por qué se
demora en reaccionar, o simplemente no lo hace? Porque no quiere armar un
problema, porque es su palabra contra la de él, porque le da miedo lo que
piensen los demás de ella o porque ya está acostumbrada y cree que es uno de
los gajes del oficio de ser mujer.
Ahora bien, sale a la luz pública el
escándalo de Harvey Wainstein y el debate se calienta, en un caso como este,
donde el tipo tiene poder y la conducta es reiterada, es más fácil tomar
posición ¿o no? Y luego de ver miles de mujeres alrededor del mundo, que en
redes sociales se han sumado a la campaña de #MeToo (yo también), para expresar
que también han sido víctimas de acoso o abuso, se evidencia la magnitud del
problema y el acoso adquiere una dimensión que nos obliga pensar sobre nuestra
complicidad, ¿o no?
No es posible que todas lo hayamos
sentido pero el problema sea minúsculo. Seamos serios, no más excusas, nosotras
no existimos para provocarlos, no existimos para girar alrededor de su
presencia, sus piropos no nos hacen falta y en cambio sí nos fastidian y nos
afectan. ¿Qué queremos? queremos espacios seguros tanto públicos como privados,
relaciones basadas en igualdad y libertad.
Hoy hago un llamado a dejar el
relativismo cultural al lado, para empoderarnos y asumir la responsabilidad de
construir la sociedad en la que queremos vivir. El acoso es un problema, un
problema del acosador y de todos los cómplices que lo rodean. Es una conducta
que se puede modificar si de verdad empiezan a sentir que nuestra presencia en
esta sociedad tiene tanto valor como la suya.
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