Es
una verdad probada que los colombianos somos unos desmemoriados. En los últimos
meses hablamos de la corrupción como si este fenómeno se les debiera,
exclusivamente, a los últimos gobiernos. No nos engañemos. Ese es un hecho de
muy larga data. Si nos remitimos a la Historia Patria, encontraremos, por ejemplo,
el muy conocido caso del registro de Padilla, acontecido en 1903 donde, por la
voluntad de Juanito Iguarán, salió elegido para la presidencia de la República el
General Rafael Reyes. De allí en adelante todo ha sido conseguido a través de
diversas componendas y ‘acuerdos’ fraudulentos, hechos con dinero, con
contratos o altos cargos muy bien pagos en los centros de poder. Cada “favor” tiene un precio muy al acomodo
de los “negociantes”.
Escudriñando
un poco más, surgen pasajes más recientes, que demuestran que este atropello
contra el pueblo colombiano es una práctica politiquera bastante común. Tanto
así que aquellos individuos dispuestos a cambiar de ideología por un plato de
lentejas, escribieron su propia historia a mediados del siglo XX y fueron
denominados, por varias décadas, como los ‘lentejos’.
Posteriormente,
el presidente liberal, Julio César Turbay Ayala, entre los años 1978 y 1982 afirmó,
sin ruborizarse, que
iba a bajar la corrupción a “sus justas proporciones”. Lo que yo considero ‘justas
proporciones’ es cero corrupción. Sin embargo, para él parecería ser que el
concepto iba más allá de un porcentaje de una sola cifra. Pero hay algo más: el
presidente hace un reconocimiento implícito: Acepta que, en su gobierno y en
los que le precedieron, existió y seguía existiendo un problema grave que
requería ser resuelto, por lo menos, en parte. Para el mandatario había un
límite tolerable, donde se podía hacer “el de las gafas”, pero jamás explicó hasta
dónde terminaba lo ‘aceptable’ y comenzaba lo punible.
Analizando
otro aspecto de la corrupción, vale la pena remontarse a algunas décadas atrás.
Muchos referían a ese fenómeno como ‘clientelismo’ o ‘tráfico de influencias’. El
resultado era el mismo. Un politiquero ofrecía un cargo público determinado a
cambio de que una persona le pagara una especie de diezmo o estuviera dispuesta
a hacerse el de la vista gorda, cuando algún desaguisado se fuera a llevar a
cabo.
De
igual manera, muchas veces se han cambiado votos por ‘corbatas’. Generalmente,
dichas “corbatas” eran “trabajos” donde los escogidos en realidad no tenían
funciones, ni les era imprescindible presentarse a laborar, pero pasaban, muy
bien ‘encorbatados’ cada quincena o mes, según el caso, a cobrar sus
emolumentos. Por lo general, se tratada de estudiantes pobres de provincia, a quienes,
su “padrino” político, les conseguían un cupo en una Universidad del Estado y
para poder sostenerse en Bogotá, se les adjudicaba ese dinero . Pero nada de
esto era gratis. Algunas veces al beneficiado se le asignaba la “obligación” de
llevar a votar, pagando algo de plata o en especie, a un número determinado de
electores. En otras ocasiones, debía “agradecer”, dándole una porción de su
sueldo al gamonal de turno o, si llegada a ocupar un cargo público de cierta
importancia, adjudicando a dedo, cualquier contrato que se le indicara.
Muchas
de estas prácticas han desaparecido, no porque los implicados hayan tenido
cargos de conciencia, sino porque los mecanismos se han vuelto mucho más
elaborados.
Hace
unas décadas, este tipo de triquiñuelas, se limitaba a empresas de nuestro país
y las coimas se pagaban en devaluados pesos colombianos. En la actualidad, como
ha sucedido con el caso Odebrecht o la multinacional árabe interesada en extraer
oro del Páramo de Santurbán, se paga en dólares o euros, según el caso. Y ya no
sólo se involucra a los politiqueros de pequeños pueblos de la olvidada geografía
de Colombia, sino ministros, directores de entidades descentralizadas,
senadores y representantes y hasta candidatos presidenciales.
Y
no nos detengamos a hablar de las altas cortes, donde la que manda es la
injusticia y la inmoralidad de un buen número de magistrados. Ahora no se gana
en un estrado debido a la solidez del alegato, sino conforme al volumen del
“billete” que aporta el litigante…
Quizás
los nuevos casos de corrupción con mayores tintes de inmoralidad y de violencia
ocurren en Colombia a partir de la infiltración de los dineros del
narcotráfico. Recordemos solamente a uno que contó con una ola inmensa de
publicidad. Se habla del llamado ‘Proceso 8.000’. Se acusó, no injustamente, al
jefe del Estado de ese entonces, de haber permitido que los dineros de la mafia
‘contribuyeran’ con altas sumas a la campaña presidencial. El debate en el Congreso
de la República fue toda una pantomima. Se pronunciaron los gremios,
autoridades civiles, religiosas y militares pero el 'elefante' en cuestión siguió
vivo y muchos de nosotros nos sentimos burlados. Se cometieron asesinatos,
hasta hoy no aclarados y este país demostró, una vez más, que la indignación no
pasó de los comentarios de café y de muy serias y comprometidas denuncias por
periódicos como ‘El Espectador’, en donde incluso hubo algunos mártires, pero que
los ciudadanos seguíamos siendo muy permisivos.
Hace
poco más se una semana, el ex mandatario cuestionado por el proceso 8.000 sale,
como mansa paloma, a decir que le pueden retirar el fuero que tiene como ex presidente. Ya el entuerto
está hecho, el dinero más que invertido y multiplicado y el viene a posar de
santo y nadie dice nada. Queda como un hombre impoluto y digno de ser
canonizado. Me pregunto: ¿Somos cómplices pasivos los colombianos que, por
miedo, por indiferencia o por comodidad nos contentamos con cualquier
explicación que nos den?
Se
podría escribir un largo libro mencionando y analizando los innumerables casos
de corrupción en este país y suponemos que sería casi imposible que estuviera
completo. Por eso, hay que ser muy ilusos para decir que los recientes casos
demuestran que ahora, y sólo ahora, se disparó la corrupción. No señores, los
ciegos y sordos son los que no ejercen el voto-castigo en este país y creen que
las cosas van mal por culpa de los demás, no porque a la hora de votar se
comportan como unos totales irresponsables.
Así
que afirmar que ahora se “inventó” la corrupción es de veras un acto de
ignorancia y por supuesto, de total ingenuidad. Esta condición de querer sacar
ventaja para si mismo es inherente a la maldad humana. Solo que en esta nación
los implicados han creado una serie de mecanismos de distracción para ocultarla
por años.
Por
supuesto que las cosas pueden cambiar. Lo que hace falta es la voluntad de los ciudadanos.
El que se incremente la corrupción depende exclusivamente de nosotros. De más
nadie. Los pueblos eligen su destino y Colombia ha elegido muy mal. Entre otras
cosas porque el voto sigue siendo, en nuestro medio, el peor enemigo de la
democracia.
Cartagena,
Noviembre de 2017.
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